Comentario
La ley de la guerra, en el mundo antiguo, otorga al vencedor el derecho a disponer a su antojo del vencido. Puede destruirlo o apropiarse de sus bienes. También puede, guiado por la clemencia o el interés político, reconocer su existencia jurídica total o parcial, como si estos pueblos sometidos hubieran decidido negociar antes de su sometimiento. Puede convertirlos en aliados -socii- en virtud de un tratado común, pero ciertamente establecido en los términos que la potencia vencedora estipulaba y colocando en una posición de inferioridad al pueblo derrotado. Puede permitir que las instituciones de un pueblo pervivan y que el Estado intervenga, parcialmente, en algunos aspectos de la vida social. Puede, incluso, concederles la ciudadanía romana o imponerles, a titulo de compensación por su protección, contribuciones de guerra permanentes y levas de tropas destinadas a crear cuerpos auxiliares. Ciertamente las directrices políticas de Roma, a lo largo de muchos años de guerras ininterrumpidas, crearon un sistema administrativo que contempla la aplicación de fórmulas diversificadas.
Pero la unificación de Italia no puede en absoluto ser considerada, como hoy sostienen bastantes historiadores, una confederación. En el término confederación itálica subyace la idea de una igualdad más o menos implícita, entre los diversos pueblos itálicos y de una voluntariedad. Tal confederación no existió durante la República y mucho menos durante el siglo III a.C.
En el proceso de unificación de Italia hay varios aspectos que conviene señalar. En primer lugar, Roma apoyó sistemáticamente a la aristocracia de los pueblos sometidos. Las relaciones entre las distintas comunidades pasaban por los vínculos personales, por las clientelas, formadas por la aristocracia romana y las clases superiores de los pueblos aliados. Estos últimos, generalmente cómplices de la derrota de su pueblo. El apoyo de Roma era seguro en caso de una revuelta interior, frente a una catástrofe, etc. En tiempos normales, los vínculos personales entre los estamentos superiores de Roma y los de otras ciudades eran el modo habitual de funcionamiento. Estas relaciones permitían transmitir y ejecutar las directrices del Senado o de los comicios y, en contrapartida, garantizaban a los aliados el apoyo de intermediarios eficaces con capacidad para arreglar cualquier dificultad surgida en sus relaciones con Roma. Así, se creó una especie de administración semiprivada.
En segundo lugar, el comportamiento romano propició en términos generales la coexistencia y asimilación con los aliados. Con la fundación de las colonias, Roma exportó su propio modelo jerárquico de organización social y facilitó la adquisición de la ciudadanía latina o romana a los aliados. Generalmente respetó las formas organizativas preexistentes de las diversas ciudades, así como sus cultos y santuarios. No obstante, su actitud no fue la misma frente a todos los pueblos. Un ejemplo de dureza es sin duda la adoptada hacia la Galia Cisalpina. Ya en el siglo III a.C. fueron prácticamente destruidos los galos senones y posteriormente -y a consecuencia de la actitud favorable que éstos adoptaron respecto a Aníbal- la Galia Cisalpina fue saqueada brutalmente. Otro ejemplo es el de las ciudades hérnicas de Anagni y Frosinone. En ambas ciudades las clases dirigentes fueron deportadas, su territorio confiscado y entregado a colonos romanos.
Por otra parte, la principal demanda de Roma a las comunidades sometidas era el suministro de tropas. Los aliados en general no estaban sujetos a pesados impuestos. Su obligación era proporcionar soldados que engrosaran los ejércitos romanos. Sobre el sistema de reclutamiento de éstos, se sabe que se hacía basándose en los censos elaborados por los aliados. Probablemente las levas se hicieran siguiendo un sistema de rotación entre las comunidades aliadas. De cualquier forma, Roma vinculó los intereses propios con los de los aliados, ya que las tropas conjuntas adquirían botines y nuevas tierras y si bien la parte más generosa correspondía a los ciudadanos romanos, los aliados también compartían con ellos los beneficios cada vez mayores de la victoria.
El sistema administrativo o, más precisamente, de relaciones entre Roma y los pueblos itálicos contemplaba formas diversas. Además de las colonias de ciudadanos latinos y colonias de ciudadanos romanos, el sistema que más frecuentemente utilizó Roma, al menos hasta finales del siglo III a.C., fue el de la consideración de la civitas sine suffragio a muchas ciudades itálicas. Este estatuto configuraba un tipo de ciudadanía que contemplaba todos los derechos y obligaciones que poseían los demás ciudadanos romanos excepto el ius suffragii o derecho de voto. En muchos casos, la concesión de civitas sine suffragio a una ciudad funcionaba como un primer paso para el acceso posterior a la plena ciudadanía. Este ascenso se dio sobre todo en aquellas comunidades que fueron rápidamente romanizadas y en las que se habían asentado ciudadanos romanos. Así, por ejemplo, Fondi, Arpino y Formia obtuvieron la plena ciudadanía en el 188 a.C. Los sabinos la obtuvieron en torno al 290 a.C. y, en el 230 a.C., las ciudades del Piceno.
La civitas sine suffragio comportaba el mantenimiento de una amplia autonomía de gobierno local, aunque desde el siglo III los pretores nombraban a unos praefecti destacados en estas ciudades y cuya función principal era la de administrar justicia conforme al derecho romano.
La concesión de este estatuto era ciertamente revocable. Así, Capua, que debió ser la primera civitas sine suffragio ya en el 338 a.C., fue posteriormente degradada a simple civitas sin privilegios en el 211 a.C., después de separarse de Roma durante la Guerra Annibálica. Más tarde, en el 188 a.C., se le volvió a conceder el estatus anterior y poco después obtuvo la plena ciudadanía.
Los foedera o tratados establecidos por Roma con otra comunidad tratada como libre, fueron también uno de los instrumentos fundamentales utilizados por Roma para el control de los pueblos itálicos. Estos foedera permitían un notable grado de flexibilidad. Los romanos definían algunos de estos tratados como foedera aequa. Parece que contemplaban un amplio margen de libertad para la comunidad aliada a fin de que ésta desarrollara su propia política, aunque establecía la obligación de mutua defensa. Este foedus aequum fue el que Roma estableció con Nápoles en el 326 a.C., con Camerino en el 310 a.C. y con Heraclea en el 273 a.C.
Así mismo existían otros foedera distintos de los anteriores que, por otra parte, fueron los más utilizados. En éstos no se contemplaba sólo la mutua defensa, sino sobre todo la obligación de estas comunidades de suministrar contingentes de tropas o de naves y, puesto que no se les permitía desarrollar una política propia, no podían tener tampoco sus propios enemigos. Éstos, habrían de ser forzosamente los mismos que los de Roma. Este foedus fue, por ejemplo, el que Roma impuso a Tarento.
En algunos casos, Roma recurrió a la práctica de la deditio, que podía consistir en anexionarse el territorio vaciándolo de sus habitantes, que eran transportados a otra parte. Este fue, por ejemplo, el caso de Volsinii, en el 264 a.C. y de Faleri, en el 241 a.C., cuyos pobladores fueron en parte trasladados a nuevas ciudades menos defendibles y otros, deportados. La dureza empleada por Roma se debía más a la necesidad de dar ejemplo que al peligro real que suponían, sobre todo en el caso de Faleri.
El siglo III a.C. marcó la cima del sistema de alianzas de Roma con Italia. La hegemonía romana en Italia estableció un conjunto de relaciones voluntariamente diferenciadas, tanto en el plano jurídico como en el plano de las obligaciones que Roma asumía respecto a las diversas comunidades aliadas. Pero el potencial económico y militar de Roma tras la anexión de Italia era enorme y sin duda le permitió contrarrestar el choque que supuso la invasión de Italia por Aníbal. Polibio describe los recursos humanos disponibles en Roma hacia el 225 a.C. y aunque su lista no es muy fiable, sugiere que la cantera disponible para Roma, contando a romanos e itálicos, era el de una población del orden de los 6 millones.